La Realeza de Jesucristo / Por Monseñor Martín Dávila
El último domingo de octubre la Iglesia Católica celebra la gran fiesta de Cristo Rey. Este domingo todo el orbe católico saluda a Nuestro Señor Jesucristo con el glorioso saludo: Ave Rex!.
Por: Redaccion 27 Octubre 2015 17:50
Ave Rex! Siendo el mismo saludo que en son de burla le dirigieron un día los judíos en el pretorio de Jerusalén. Pero hoy, este saludo irónico tiene un tono distinto: es un saludo triunfal, cordial, agradecido que sale de la fibras más delicadas del alma humana.
Y para prorrumpir en una exclamación más vigorosa y más solemne recordemos brevemente las fuentes de la realeza de Jesucristo, la proclamación real, el primer acto de la realeza y el plebiscito de amor hacia nuestro Rey divino.
LOS FUNDAMENTOS O FUENTES DE LA REALEZA
La realeza de Cristo tiene fundamentos bíblicos, patrísticos y litúrgicos.
Bíblicos. Al morir Jacob, rodeado de sus hijos en Egipto, dijo a Judá: “El cetro no será quitado de Judá, ni de su posteridad el caudillo, hasta que venga el que ha de ser enviado, y éste será la esperanza de la naciones” (Gén., XLIX, 10).
El cetro es un emblema de la realeza. El esperado de las naciones, es decir, la autoridad real. Zacarías había predicho: “He aquí que a ti vendrá tu Rey, el Justo, el Salvador, el vendrá pobre y montado en una asna y su pollino” (Zac., IX, 9).
En los salmos leemos: “Bendito sea su Nombre por los siglos de los siglos; Nombre que existe antes que el Sol. Y serán benditos en él todos los pueblos de la tierra: todas las naciones le glorificarán” (Sal., 71, 17).
Y en otra parte: “Eternamente le conservaré mi misericordia, y la alianza mía con él será estable. Haré que subsista su descendencia por los siglos de los siglos, y su trono y su trono mientras duren los cielos” (Sal., 88, 29-30).
“Una vez para siempre juré, por mi santo Nombre, que no faltaré a lo que he prometido a David: su linaje durará para siempre, y su trono resplandecerá para siempre en mi presencia como el Sol, y como la luna llena, y como el iris, testimonio fiel en el cielo” (Salmo 88, 36-38).
Y es Isaías quien dice: “Su imperio será ampliado, y la paz no tendrá fin; sentárase sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo” (Is., IX, 7).
Y es Ezequiel quien escribe: “Y morarán sobre la tierra que yo di a mi siervo Jacob.., y David mi siervo será perpetuamente su príncipe” (Ez., 37, 25).
Y es Daniel quien anuncia: “En el tiempo de aquellos reinos, el Dios del cielo levantará un reino que nunca jamás será destruido, y este reino no pasará a otra nación, sino que quebrantará y aniquilará todo estos reinos, y él subsistirá eternamente” “Y dióle éste la potestad, el honor y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán a él; la potestad suya es potestad eterna que no le será quitada, y su reino indestructible” (Dan., II, 44; VII, 14).
David, haciendo hablar al Mesías futuro, escribió: “Yo he sido por él constituído Rey” (Sal., 2, 6). Y en el Salmo 71, vers., 10-11, escribió: “Los reyes de Tarsis y los de las islas le ofrecerán regalos; traeránle presentes los reyes de Arabia y Saba. Le adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le rendirán homenajes”.
El arcángel San Gabriel dijo a María: “Sábete que has de concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor Dios dará el trono de de su padre David, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin” (Lc., I, 31-33).
El mismo Jesucristo proclamó su realeza ante Poncio Pilato. Cuando éste le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”, y Jesús respondió: “Así es como dices: yo soy Rey, pero mi reino no es de este mundo” (Jn., XVIII, 33, 37, 36).
La tradición canta también con voz potente la realeza de Cristo. Citaremos a algunos padres y doctores.
San Agustín escribió: “Los Magos vinieron de Oriente, Pilato de Occidente; aquellos rindieron testimonio al Rey de los judíos en su cuna; éste, por el contrario, al Rey de los judíos en su muerte” (Serm., 20, I, 27).
San Ambrosio: “Él fue saludado como Rey, coronado como vencedor, honrado com Dios y Señor” (Esp. Sobre S. Luc., lib., X, V, 105).
San Bernardo: “Porque [Jesús] es Rey de Israel no renuncia a su título de Rey, ni depone el cetro de su imperio, que llevaba sobre sus hombros” (Serm., I, Sobre la festiv., de Pascua).
Las oraciones litúrgicas en honor de Cristo Rey forman un poema riquísimo y variado, compilado por la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo.
LA PROCLMACION REAL
1.- Cuando la humana ingratitud ha tomado el aspecto más trágico, cuando el odio contra Jesús ha llegado al supremo delirio, y de todas partes se grita contra él: “¡A la muerte! ¡A la cruz!”, Cristo cree que ha llegado el momento de hacer la solemne proclamación de su reino.
El procurador romano le pregunta en tono de desafío y de burla: “¿Eres tú, el Rey?---¿Tienes aún la pretensión de ser Rey?”
Es entonces precisamente cuando Jesús levanta la frente, de la cual la abundancia de oprobios no había conseguido borrar el esplendor de la majestad real y, encarándose con el representante del mayor imperio del mundo, le dijo: “Si, tú lo has dicho, yo soy Rey”, pero añade: “No te extrañes de que no me acompañe el brillo de la gloria humana. Mi reino no es de este mundo; es absolutamente espiritual; es el reino de la verdad, de la justicia, de la santidad y de la paz”.
Si embargo, Pilato no penetra el sentido de aquella misteriosa palabra, pero dispone que sobre el patíbulo de Jesús, a despecho de las protestas de sus enemigos, se ponga la inscripción: Jesús de Nazaret, Rey de los judíos.
2.- Estando la humanidad mortalmente enferma y no queriendo tomar la única medicina necesaria para su curación: ya que el remedio de la soberbia es la humildad; el de la sensualidad es la mortificación y el dolor; el remedio de las codicias desenfrenadas es el desasimiento y la separación de la cosas terrenas. Y Jesús, Nuestro Rey, para darnos ejemplo y para que nosotros le siguiéramos, quiso tomar esa medicina sin necesidad de hacerlo.
EL PRIMER ACTO DE PODER REAL
1.- Poco después, según se cuenta, Jesús sabe al patíbulo, y como rey se sienta en su trono: Regnavit a ligno Deus! Y desde lo alto de la Cruz empieza a ejercer su realeza. A su derecha cuelga un ladrón, que había unido su voz al grito blasfemo que resonaba en el Calvario. Pero, iluminado instantáneamente por la gracia de Dios, entiende que ninguna fuerza humana ha podido llevar a aquel Condenado a una muerte tan terrible.
Por eso le dirige aquella sublime oración que es, a la vez, la clara profesión de la realeza de Jesucristo: “¡Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu reino!” Y Jesús vuelve hacia él su cabeza coronada de espinas (era la corona que convenía a su real majestad), y mirándole a través del velo de las lágrimas y de la sangre que nublaba su vista, le responde: “¡Hoy estarás conmigo en mi reino!
2.- Se ha cumplido el primer acto del poder real, y Jesús expira; pero apenas ha muerto empieza a verificarse la increíble profecía que Él mismo había hecho: “¡Cuándo sea levantado a la Cruz, todo lo atraeré a mí mismo!”.
¿Podrá darse algo más extraño? Si no había podido atraer a sí la tierra, cuando todo obedecía a su extraordinario poder de hacer milagros; cuando las enfermedades y los demonios eran por Él vencidos y expulsados, y aun la misma muerte se veía obligada a ceder ante su mandato las pobres víctimas de su guadaña, ¿Cómo podía esperar hacerse amar después de su muerte cuando se extingue todo poder y todo amor se apaga?
EL PLEBISCITO DE AMOR
1.- Y, no obstante, la profecía se cumple; apenas ha expirado el Redentor, la Cruz es cubierta de besos y surge una nueva generación de hombres y de mujeres que se abraza a ella y exclaman con juramento: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tal vez la potestades del mundo o del infierno? ¡Se nos podrá arrancar del pecho el corazón, pero jamás el amor que por Él sentimos!”
Y éstas no son puras y vanas palabras: es una realidad más maravillosa que cualquier expresión humana. Jesús había osado pedir un amor verdaderamente regio; un amor ante el cual palideciese cualquier otro amor humano.
A los padres y a las madres les intimaba que le amasen más que a sus propios hijos; exigía a los hijos un amor superior al que se debe a quienes les engendraron; a los esposos un amor más fuerte que el que une sus corazones y sus vidas con lazo eterno; y al hombre un amor más grande que el que puede tener a su propia vida.
Y la humanidad le ha respondido con un plebiscito (o acuerdo) de amor: innumerables son los padres y las madres que le han sacrificado sus propios hijos; los hijos que por Él han soportado impávidos la inmolación de su padres o se han separado de sus adorados brazos por amor de Él; los esposos que le han cedido el absoluto dominio de sus corazones; los hombres que por Él han perdido la vida.
2.- Y este amor recibe una fisonomía más altamente divina, si observamos los caracteres de universalidad, de expansión a través de todos los tiempos y lugares.
Jesucristo ha obtenido un amor que no conoce diferencias de condiciones humanas y sociales. Aquel que se llama Hijo del Hombre es realmente el más amado entre todos los hijos de los hombres; el más amado de los doctos y de los ignorantes, de los grandes y de los pequeños.
Jesucristo es la sonrisa de la inocencia, como es la fortaleza de los débiles y de los estropeados de la vida; es bendecido por los que nacen y por los que mueren, por quienes han llegado por su virtud a las más altas cumbres de la civilización, como por quienes respiran apenas las primeras auras de ella; ante Él se rinden los pueblos más diversos y opuestos por sus tendencias, aspiraciones y costumbres.
Los enemigos de Dios y de la Iglesia han intentado extinguir este amor, en un principio con las más atroces persecuciones: y después con los sofismas y con las aberraciones más seductoras del orgullo humano. También, se ha intentado apagar este amor a Cristo, con la conjura del silencio, del desprecio o de la mofa, ya vulgar, ya refinada y sectaria.
Y ante todos estos intentos, los buenos cristianos, han mojado sus dedos en la sangre más pura de sus venas, y han escrito con valientes trazos la fatídica palabra: ¡Amo a Cristo!
Esta frase ha sido esculpida con caracteres indelebles en los monumentos del genio y del arte, y, sobre todo en el monumento que ningún poder humano o diabólico han podido destruir por completo, por más que lo hayan intentado.
Este Amor a Cristo, fue lo que impulsó y forjó la llamada Cristiandad, es decir, la civilización cristiana, el orden cristiano.
Esta grandiosa civilización, en rigor, comienza con Constantino, después de la época de los mártires, y conoce su esplendor más grande en el reinado de San Luis, rey de Francia; un esplendor en todas las actividades de la vida, no solamente en la política, sino en todas las otras actividades; en el arte, con Fray Angélico, en la filosofía, con Santo Tomas; en fin, todas las manifestaciones de la cultura alcanzan su esplendor.
De esa gran época histórica, nos habla el Papa León XIII en la "inmortale Dei" diciendo: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados, entonces aquella civilización propia de la sabiduría de Cristo y de su divina virtud, había compenetrado todas las leyes, las inteligencias, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las naciones.
Tiempo en que la Religión fundada en Jesucristo estaba firmemente colocada en el sitial que le correspondía en todas partes, gracias al favor de los príncipes y la legitima protección de los magistrados. Tiempos en que el sacerdocio y el poder civil unían armoniosamente la concordia y la amigable de mutuos deberes."
Organizada de este modo esta sociedad, produjo un bienestar superior a toda imaginación. Aún se conserva la memoria de ellos, y ella perdurará grabada en un sin numero de monumentos de aquella gesta que ningún artificio de los adversarios podrá jamás destruir ni oscurecer.
La Cristiandad produjo, entonces, una época en que reinaban la concordia, la estabilidad y la paz en las familias, en la sociedad y en la Cristiandad.
Este Amor a Cristo que ha atravesado los tiempos y los espacios, debe procurar seguir dominado todo, a pesar de los rugidos y el odio del demonio y sus secuaces.
Por último, saludemos nuevamente a Nuestro Salvador Ave Rex! ¡Salve o Rey divino! ¡por ti vamos a morir, porque tu amor hace suaves los más duros sacrificios, aun el supremo; por ti y contigo moriremos, pero como tu muerte fue vida del mundo, así estamos ciertos que muriendo contigo y por Ti, Tú nos ofrecerás como hostias dignas a la Divinidad, y vueltos a la vida inmortal nos unirás a Ti en tu glorioso triunfo, que será nuestro gozo, nuestra suprema felicidad, nuestro eterno paraíso!
Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.
Sinceramente en Cristo
Mons. Martín Dávila Gándara
Obispo en Misiones
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